A pesar de la reciente condena de Leymarie, de las mofas de los escépticos y

de muchos médicos y científicos, de la impopularidad del asunto y de la tenaz persecución del clero romano que combate en el magnetismo al tradicional enemigo de la mujer, es tan evidente la verdad de los fenómenos psíquicos, que hasta los mismos tribunales franceses, si bien con repugnancia, no han tenido más remedio que reconocerlos. La famosa clarividente, señora Roger, y su hipnotizador el doctor Fortin, fueron acusados de estafa. La sujeto compareció el 18 de Mayo de 1876 ante el tribunal correccional del Sena, acompañada del barón Du Potet, en calidad de testigo, y del famoso abogado Julio Favre, en la de defensor. Por una vez al menos prevaleció la verdad, quedando desestimada la acusación. ¿Se debió este resultado a la vibrante elocuencia del defensor o a las incontrovertibles pruebas aducidas? Sin embargo, también Leymarie, editor de la Revue Spirite, adujo pruebas favorables, aparte de las declaraciones de un centenar de respetables testigos, entre los que se contaban reputaciones europeas de primer orden. Esta incongruencia no tiene otra explicación sino que los magistrados no se atrevieron a discutir los fenómenos hipnóticos. En las fotografías espiritistas, golpes, escrituras, levitaciones, voces y materializaciones, cabe simulación y difícilmente se hallará un fenómeno espiritista que no pueda remedar un hábil prestidigitador con sus artificios; pero las maravillas del hipnotismo y los fenómenos psíquicos de índole subjetiva desafían las imposturas de los médiums farsantes, las burlas de los escépticos y los rigorismos de la ciencia. No es posible fingir la catalepsia. Los espiritistas que anhelan ver sus ideas científicamente reconocidas, se dedican al fenomenismo hipnótico. Si colocamos en el tablado de la Sala Egipcia a un sujeto hipnotizado, el hipnotizador podrá transportarle el libre espíritu a cuantos parajes indique el público y poner a prueba su clarividencia y clariaudiencia. En las partes del cuerpo afectadas por los pases del hipnotizador, se le podrán clavar alfileres y agujas aunque sea en sitio tan delicado como los párpados, cauterizar sus carnes y herirle con armas de filo, sin que se le cause el menor daño ni siente el más leve dolor. Bien dicen Regazzoni, Du Potet, Teste, Pierrard, Puysegur y Dolgoruky, que no es posible dañar a un sujeto hipnotizado. Después de esto invitemos a someterse al mismo experimento a cualquier hechicero vulgar de los que rabian por cobrar celebridad y rpresumen de hábiles en el remedo de los fenómenos espiritistas. De seguro que rehusará poner su cuerpo en semejantes pruebas (4). Cuentan que el alegato de Julio Favre mantuvo en suspenso durante hora y media a los magistrados y al público; pero sin regatearle méritos, que por haberle oído en otras ocasiones reconocemos, valga señalar que el último párrafo de su defensa encerraba una afirmación prematura y al propio tiempo errónea. Dijo así: “Estamos en presencia de fenómenos que la ciencia admite, aunque sin explicarlos. El vulgo podrá reírse de ellos, pero son la preocupación de físicos ilustres. La justicia no debe ignorar por más tiempo lo que la ciencia reconoce”. El vulgo no se hubiera reído del hipnotismo si la gratuita afirmación del defensor se basara en numerosas investigaciones científicas de imparciales experimentadores, en vez de limitarse a una exigua minoría verdaderamente anhelosa de interrogar a la naturaleza. El vulgo es dócil y sumiso como un niño que va fácilmente adonde su aya le lleva. Escoge para la adoración los ídolos y fetiches que más le deslumbran y después se vuelve en redondo por ver con aduladora mirada si está satisfecha esa vieja aya que se llama opinión pública. Aseguraba Lactancio, que ningún escéptico de su época se hubiera atrevido a negar la inmortalidad del alma delante de un mago, “porque éste le hubiera demostrado al punto lo contrario, evocando las almas de los muertos para que se manifestasen visiblemente a los vivos y predijesen acontecimientos futuros” (5). Cosa parecida ocurrió en la causa de la señora Roger, pues los magistrados se amedrentaron al ver que el barón Du Potet la hipnotizaba en su presencia, como prueba testifical a favor de la acusada. Volviendo ahora a Paracelso, diremos que sus obras escritas en estilo enigmático, aunque vigoroso, han de leerse como los rollos de Ezequiel, por dentro y por fuera. Había en aquellos tiempos mucho riesgo en exponer doctrinas heterodoxas, pues la Iglesia estaba en toda su pujanza y menudeaban los autos de fe. Por esta razón vemos que Paracelso, Agrippa y Filaletes fueron tan notables por la piedad de sus declaraciones públicas, como famosos por sus hazañas alquímicas y mágicas. La opinión de Paracelso sobre las propiedades ocultas del imán se halla expuesta en sus obras: Archidaxarum, De Ente Dei y De Ente Astrorum, en la primera de las cuales describe la maravillosa tintura medicinal extraída del imán y denominada magisterium magnetis. Sin embargo, la exposición está en lenguaje no entendido de los profanos y a este propósito dice: “Cualquier campesino echa de ver que el imán atrae al hierro; pero el sabio debe preguntarse por qué... Yo he descubierto que además de esta notoria propiedad de atraer al hierro, tiene el imán otra propiedad oculta”.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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