En el fondo de las enseñanzas de Buda y Pitágoras se descubre su identidad. La

omnipenetrante anima mundi es el nirvana y la mónada encarnada de Pitágoras es el buddha de los budistas, que silenciosamente mora en los arcanos de la bienaventuranza final. También se identifican la mónada pitagórica y el buddha budista con el Brahm arúpico, la sublime e incognoscible Divinidad que llena el universo entero. Cuando el buddha se manifiesta en forma carnal es un avatar, mesías, cristo, logos o verbo, esto es, una transmutación del divino espíritu, el Padre que está en el Hijo y el Hijo que está en el Padre. El inmortal espíritu cobija al hombre mortal y desciende a infundirse en la morada de carne. Todo hombre es capaz de convertirse en buddha, dice la doctrina. Así es que en la interminable sucesión de los tiempos vemos de cuando en cuando hombres que alcanzaron más o menos completamente la unión con Dios, que equivale a la unión consigo mismos. Los budistas llaman arhats a estos hombres que están ya próximos a ser buddhas y nadie les aventaja en ciencia infusa y virtudes taumatúrgicas (79), la misma identidad con las doctrinas secretas de Pitágoras nos descubren los relatos, tenidos por fabulosos, de ciertos libros budistas, una vez desnudos de toda alegoría. Los Jâtakâs, escritos en lengua pâli, relatan las 550 encarnaciones o metempsícosis del Buddha y describen las formas que tuvo en cada vida, animal, psando del insecto al ave y al cuadrúpedo hasta llegar al hombre, imagen microscópica de Dios en la tierra. Sin embargo, no vale tomar estos relatos en sentido literal ni acomodarlos a las existencias de un solo espíritu que sucesivamente animó diversas formas de seres orgánicos. Sino entender, de acuerdo con la metafísica budista, que el sinnúmero de espíritus humanos individuales son colectivamente un solo espíritu, como las gotas de agua del océano constituyen una sola masa líquida, a esar de su posible separación. Cada espíritu humano es un destello de la Luz que penetra el universo todo, y por lo tanto, lógico es creer que el divino espíritu anima el grano de arena, la flor, al león y al hombre. Los hierofantes egipcios, los brahmanes, los budistas del Este y algunos filósofos griegos sostuvieron siempre que el mismo espíritu latente en el átomo de polvo, anima al hombre, en quien se manifiesta plenamente activo. También fue general en otro tiempo la doctrina de la gradual absorción del alma humana en la esencia del paterno espíritu; pero jamás implicó esta doctrina la aniquilación del Ego, sino tan sólo la desintegración de las formas que al hombre verdadero envuelven en el mundo físico y después de la muerte. Nadie más a porpósito para revelarnos los misterios de ultratumba (tan equivocadamente tenidos por impenetrables), que aquellos hombres favorecidos de algunos vislumbres de la verdad suprema por haber logrado, mediante su firmeza de propósito y pureza de vida, la unión con Dios (80). Todos estos videntes nos dan singulares descripciones de las diversas formas asumidas por las entidades astrales que reflejan concretamente los pensamientos del hombre durante su vida terrena.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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