Uno se encontraba ya a bastante altura, mirando hacia abajo en lo profundo del valle;

si se sube una milla o más siguiendo hacia arriba por el sinuoso sendero, se pasa por todo tipo de vegetación robles perennes, artemisas, zumaques venenosos- y al dejar atrás un torrente que siempre está seco en verano, se puede divisar muy lejos en la distancia el mar azul, al otro lado de cadenas tras cadenas de montañas. Aquí arriba todo está absolutamente quieto, tan quieto que no hay un soplo de aire. Uno mira hacia abajo y las montañas lo miran a uno desde arriba. Se puede seguir escalando la montaña por muchas horas, descendiendo a otro valle para volver a subir. Uno lo ha hecho algunas veces antes, y en dos oportunidades alcanzó la cima misma de esas montañas rocosas. Al otro lado de éstas, hacia el norte, hay una vasta llanura desértica. Allá abajo hace muchísimo calor, mientras que aquí se está más bien fresco; uno tiene que ponerse algo encima a pesar del sol ardiente. Y al llegar abajo, mientras uno contempla los diversos árboles, las plantas y los pequeños insectos, de pronto escucha el tableteo de una serpiente de cascabel. Y pega un salto, afortunadamente lejos de la serpiente. Uno está a unos diez pies de ella, que continúa con su tableteo. Nos miramos, vigilantes, el uno al otro. Las serpientes carecen de párpados. Ésta no es muy larga, pero bastante gruesa, tan gruesa como el brazo de un hombre. Uno conserva su distancia y la observa cuidadosamente, observa su diseño, su cabeza triangular y su negra lengua que oscila hacia adentro y hacia afuera. Nos observamos mutuamente. Ella no se mueve y uno tampoco se mueve. Pero de pronto, con la cabeza y la cola dirigidas hacia uno, la serpiente se escurre hacia atrás y uno da un paso hacia adelante. Otra vez se enrosca sobre sí misma y se oye su cascabeleo mientras ambos nos vigilamos el uno al otro. Y nuevamente, con la cabeza y la cola vueltas hacia adelante, ella comienza a retroceder, y uno nuevamente avanza; y otra vez se enrosca y empieza con sus cascabeleos. Hacemos esto por varios minutos, quizá diez minutos o más; después ella se cansa. Se la ve inmóvil, aguardando, pero cuando uno se acerca, ya no emite ningún ruido. Por el momento, ha perdido su energía. Uno se encuentra muy próximo. A diferencia de la cobra, que se endereza para morder, esta serpiente ataca abalanzándose hacia adelante. Pero ahí no se veía movimiento alguno. Estaba demasiado exhausta, de modo que uno la dejó, puesto que se trataba realmente de una criatura muy venenosa, muy peligrosa. Uno podría quizás haberla tocado, pero aunque no tuvo miedo, se hallaba poco dispuesto a tocarla. Sentía que era preferible no hacerlo y la dejó tranquila.

Jiddu Krishnamurti . El Último Diario .

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