Cuando hablamos de la «sexualización» del mundo vegetal conviene que nos entendamos sobre el sentido
del término. No se trata de los fenómenos reales de la fertilización de las plantas, sino de una clasificación morfológica «cualitativa», que es consecuencia y expresión de una experiencia de simpatía mística con el mundo. Es la idea de la Vida que, proyectada sobre el cosmos, lo «sexualiza». No se trata de observaciones correctas, «objetivas», «científicas», sino de una valorización del mundo que le rodea en términos de Vida y, por tanto, de destino antropocósmico, que implica la sexualidad, la fecundidad, la muerte y el renacimiento. No es que los hombres de las sociedades arcaicas hayan sido incapaces de observar «objetivamente» la vida de las plantas. Prueba de que no es así es el descubrimiento de la fecundización artificial y el injerto de las palmeras de dátiles e higueras en Mesopotamia, operaciones conocidas desde tiempos muy remotos, pues ya dos párrafos, por lo menos, del Código de Hammurabi legislan sobre esta cuestión. Estos conocimientos prácticos fueron a continuación transmitidos a los hebreos y árabes1. Pero la fertilización artificial de los árboles frutales no se consideraba como una simple técnica hortícola, cuya eficacia procedía de sí misma, sino que constituía un ritual, en el que estaba implicada la participación sexual del hombre por el hecho de que procuraba la fertilidad vegetal. Las prácticas orgiásticas en relación con la fecundidad terrestre, y sobre todo con la agricultura, están abundantemente probadas en la historia de las religiones. (Véase nuestro Tratado, pp. 271 y ss., 303 y ss.).
Mircea Eliade . Herreros y alquimistas .