Es curioso cómo los sacerdotes, desde tiempos inmemoriales, han condicionado al cerebro humano para que
tenga fe, para que crea y obedezca. Estaban los doctos, los maestros, la ley. Por su conducta noble y responsable eran los guardianes sociales, los sostenedores de la tradición. Por medio del temor controlaban tanto a los reyes como al pueblo. En un tiempo se mantenían afuera y aparte de la sociedad, de modo que pudieran guiarla moral, estética y religiosamente. Poco a poco se volvieron los intérpretes entre Dios y el hombre. Tenían poder, posición y la inmensa riqueza de los templos, las iglesias y las mezquitas. En Oriente cubrían sus cuerpos con vestiduras sencillas distintamente coloreadas. En Occidente, sus vestiduras rituales se volvieron cada vez más simbólicas, más y más costosas. Luego estaban esos monjes sencillos en los monasterios y esos otros en los palacios. Los jefes religiosos, con su burocracia, mantenían a la gente en la fe, el dogma, los rituales y las palabras sin sentido. La superstición, la superchería, la hipocresía, se convirtieron en la moneda de todas las religiones organizadas de Oriente y Occidente. Y aquello que es lo más sagrado se fue por la ventana, no importa lo hermosa que fuera la ventana. De modo que el hombre tiene que comenzar a descubrir de nuevo aquello que es eternamente sagrado, que nunca puede ser atrapado por el intérprete, el sacerdote, el gurú, o por los mercachifles de la meditación. Uno tiene que ser luz para sí mismo. Esa luz jamás puede sernos dada por otro, no puede dárnosla ningún filósofo o psicólogo, por mucho que lo respete la tradición.
Jiddu Krishnamurti . Encuentro Con la Vida .