La experiencia de muchas eternidades, analizada por una criatura de inteligencia continuamente creciente, habría podido,

sin duda, llevar al hombre a descubrir que el sacrificio es la ley fundamental de la vida. Pero en esto, como en tantas otras cosas, no quedó sin ayuda y abandonado a sus propios esfuerzos. Los divinos Instructores estaban allí, al lado del hombre, en su infancia. Proclamaron con autoridad la ley del sacrificio, y en forma rudimentaria fue incorporada a las religiones en que se sirvieron educar a la naciente inteligencia de los hombres. Inútil era exigir de aquellas almas infantiles un abandono espontáneo de los objetos que les parecían más apetecibles; objetos cuya posesión garantizaba su existencia formal. Había que conducirlos por un camino destinado a elevarlos seguramente, pero por grados, hasta las alturas sublimes del sacrificio voluntario. A tal fin se les enseñó que no eran unidades aisladas, sino que como parte de un conjunto mayor, su vida estaba ligada a otras vidas así inferiores como superiores; pero su vida física estaba mantenida por las vidas inferiores, por la tierra y por las plantas, cuyo consumo constituía para la naturaleza un crédito que tenían que saldar. Viviendo del sacrifico de los demás seres, necesitaban sacrificar en cambio algo que pudiera mantener otras vidas. Nutridos, debían nutrir. Y puesto que cosechaban los frutos producidos por la actividad de las entidades astrales presidentes en la naturaleza física, tenían que compensar con ofrendas adecuadas, las fuerzas gastadas en su provecho. De aquí todos los sacrificios ofrecidos e esas fuerzas, como les llama la ciencia, o según la constante enseñanza de las religiones, a esas inteligencias directoras de la naturaleza física. El fuego disgrega rápidamente la materia física y densa y restituye al éter las partículas etéras de la ofrenda consumida. Las partículas astrales quedan, pues, fácilmente libertadas para que se las asimilen las entidades astrales encargadas de sostener la fertilidad de la tierra y asegfurar el crecimiento de las plantas. Así se mantiene el movimiento cíclico de la producción y el hombre aprende que está constantemente incurso en deuda con la naturaleza y que debe constantemente satisfacerla. El sentimiento de la obligación queda así implantado y nutrido por el espíritu y el pensamiento humano recibe la estigma del deber hacia todo, hacia la naturaleza nutridota. Este sentimiento de obligación alíase estrechamente con la idea de que el cumplimiento del sacrificio es necesario al bienestar del hombre; y el deseo de prosperidad continua le lleva pagar su deuda. No es todavía sino un alma infantil, que aprende las primeras lecciones, y esta lección de interdependencia de las vidas, de la vida de cada ser dependiente del sacrificio de los demás, tiene capital importancia para su desarrollo. No puede todavía experimentar la divina dicha de dar; es preciso que antes venza la repugnancia de la forma a dejar todo lo que la alimenta. El sacrificio se identifica, pues, en el hombre primitivo, con el abandono de una cosa estimada; abandono provocado por el sentimiento de la obligación, por una parte, y por otra, por el deseo de continua prosperidad.

Annie Besant . La sabiduría antigua .

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