Desde los albores de la historia, todos los pueblos exigieron en su legislación el testimonio

de, por lo menos, dos testigos para aplicar la pena de muerte. “Por boca de dos o tres testigos sea condenado el reo de muerte” (24) dice el legislador del pueblo hebreo. “Las leyes que condenan a un hombre a muerte por la declaración de un solo testigo son contrarias a la libertad. La razón exige, por lo menos, dos testigos” (25). Todos los pueblos han aceptado, por lo tanto, el valor de la prueba, pero los científicos rechazarían un millón de testimonios contra uno. En vano doscientos mil testigos dan fe de los hechos. Los científicos tienen ojos y no ven, como si persistieran en ceguedad y sordera. Treinta años de pruebas irrecusables y el testimonio de algunos millones de creyentes en Europa y América tienen derecho a que se les considere y respete, sobre todo cuando el veredicto de un jurado compuesto de doce espiritistas, influido por las pruebas aducidas por los testigos, pudiera condenar a muerte a un científico que hubiere perpetrado un crimen por efecto de la conmoción de las moléculas cerebrales, no refrenadas por el convencimiento de una futura retribución moral.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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