Sin la oportuna publicación del valioso trabajo de Berti, hubiésemos seguido venerando a Giordano Bruno

como un mártir, cuyo busto, coronado de laureles por mano de Draper, había de ocupar preferente lugar en el panteón de la ciencia experimental; pero bien vemos que el héroe de una hora no fue ateo ni materialista ni positivista, sino sencillamente un filósofo de la escuela pitagórica, que profesaba las doctrinas del Asia Central y poseía las facultades mágicas tan menospreciadas por la escuela de Draper. Es verdaderamente jocoso que les haya sobrevenido a los científicos este contratiempo, después de haber descubierto arqueólogos poco reverentes, que la estatua de San Pedro era nada menos que la de Júpiter Capiolino, y que el Josafat de los católicos es el mismo Buda. Resulta, por lo tanto, que ni aun escudriñando los escondrijos de la historia, encontraremos ni un ápice de filosofía moderna, sea de Newton, Descartes o Huxley, que no esté entresacado de las antiguas enseñanzas orientales. El positivismo y el nihilismo tienen su prototipo en la filosofía exotérica de Kapila, según observa Max Müller. La inspiración de los sabios indos desentrañó los misterios del Prajnâ Paramitâ (perfecta sabiduría), y sus manos mecieron la cuna del progenitor de ese débil, pero bullicioso niño, a que llamamos ciencia moderna.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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