Así mismo no es en punto ninguno a la acción exterior a la que el
taoísmo acuerda importancia; la tiene en suma por indiferente en sí misma, y enseña expresamente la doctrina del «no-actuar», de la cual los occidentales tienen en general algún trabajo en comprender la verdadera significación, si bien que pueden ser ayudados en ello por la teoría aristotélica del «motor inmóvil», cuyo sentido es el mismo en el fondo, pero del cual no parecen haberse jamás aplicado a desarrollar las consecuencias. El «no-actuar» en punto ninguno es la inercia, es antes al contrario la plenitud de la actividad, pero es una actividad transcendente y enteramente interior, no manifestada, en unión con el Principio, y pues, más allá de todas las distinciones y de todas las apariencias que el vulgo toma sin razón por la realidad misma, cuando ellas no son más que un reflejo lejano de aquél. Por lo demás, es de destacar que el confucianismo mismo, cuyo punto de vista es sin embargo el de la acción, por ello no habla menos del «invariable medio», es decir, del estado de equilibrio perfecto, sustraído a las incesantes vicisitudes del mundo exterior; pero, para él, no puede haber ahí más que la expresión de un ideal puramente teórico, no puede apercibirse todo lo más, en su dominio contingente, que de una simple imagen del verdadero «no-actuar», mientras que, para el taoísmo, es cuestión de muy otra cosa, de una realización plenamente efectiva de ese estado transcendente. Colocado en el centro de la rueda cósmica, el sabio perfecto la mueve invisiblemente, por su sola presencia, sin participar en su movimiento, y sin tener que preocuparse de ejercer una acción cualquiera; su desligamiento absoluto le hace señor de todas las cosas, porque no puede ya ser afectado por nada. «Ha alcanzado la impasibilidad perfecta; la vida y la muerte le son igualmente indiferentes, el desfondamiento del universo no le causaría ninguna emoción. A fuerza de indagar, ha llegado a la verdad inmutable, al conocimiento del Principio universal único. Deja evolucionar a los seres según sus destinos, y se tiene, él, en el centro inmóvil de todos los destinos… El signo exterior de ese estado interior es la imperturbabilidad; no la del bravo que se abalanza solo, por el amor de la gloria, sobre un ejército dispuesto en batalla; sino la del espíritu que, superior al cielo y a la tierra, a todos los seres, habita en un cuerpo al cual no se atiene, no hace ningún caso de las imágenes que sus sentidos le proveen, conoce todo por conocimiento global en su universalidad inmóvil. Ese espíritu, absolutamente independiente, es señor de los hombres; si le placiera convocarlos en masa, en el día fijado todos acudirían; pero no quiere hacerse servir» . «Si un verdadero sabio hubiera debido, bien a su despecho, encargarse del cuidado del imperio, quedándose en el no-actuar, emplearía los ocios de su no-intervención en dar libre curso a sus propensiones naturales. El imperio se encontraría gustoso de haber sido remitido a las manos de ese hombre. Sin poner en juego sus órganos, sin usar de sus sentidos corpóreos, sentado inmóvil, vería todo desde su ojo transcendente; absorbido en la contemplación, quebrantaría todo como hace el trueno; el cielo físico se adaptaría dócilmente a los movimientos de su espíritu; todos los seres seguirían el impulso de su no-intervención, como el polvo sigue al viento. ¿Por qué ese hombre se iba a aplicar a la manipulación del imperio, cuando es que dejar ir basta?» .
Ariza Francisco . Apercepciones sobre el esoterismo islámico y el Taoísmo .