Mientras uno estaba sentado quietamente, sin movimiento alguno, se acercó un lince. Como el viento

soplaba por encima del valle, el animal no advirtió el olor de ese ser humano. Ronroneaba, frotándose contra una roca, su pequeña cola levantada, regocijándose con la maravilla de la tierra. Después desapareció cerro abajo entre los arbustos. Estaba protegiendo su guarida, su cueva o el lugar donde dormía. Protegía sus necesidades, sus propios gatitos, cuidándolos del peligro. Temía al hombre más que a ninguna otra cosa, al hombre que cree en Dios, que reza, al hombre rico con su escopeta, con su matar indiferente. Casi podía sentirse el olor de ese lince cuando pasó cerca. Uno estaba tan inmóvil, tan completamente quieto, que el animal ni siquiera lo miró; uno era parte de esa roca, parte del ambiente.

Jiddu Krishnamurti . El Último Diario .

Índice