Los egipcios, padres de la química (35), se atribuyen la invención de estas lámparas, no
sin fundamento, pues en dicho país fue mucho más frecuente su empleo a favor de su religiosa creencia en que el alma astral del difunto vagaba alrededor de la momia durante los tres mil años del ciclo de necesidad, ligada por el hilo magnético que sólo podía romper su propio esfuerzo, y así confiaban los supervivientes en que la siempre encendida lámpara, símbolo del incorruptible e inmortal espíritu, favorecería la ruptura de los lazos que sujetaban al alma astral a los mortales despojos y la impelería a reunirse con el divino Yo. Generalmente se colocaban estas lámparas en los sepulcros de las familias acomodadas, y dice Liceto que en su época se encontraron encendidas al abrir las tumbas, pero se apagaban al punto a consecuencia de la profanación. Tito Livio, Buratino y Schatta (36) refieren el hallazgo de muchas lámparas en los subterráneos de Menfis. Por su parte nos dice Pausanias que en el templo de Minerva, de Atenas, había una lámpara, obra maestra de Calímaco, que ardía todo el año. Plutarco afirma (37) que en el templo de Júpiter Amón vio otra lámpara que, según le aseguraron los sacerdotes, ardía durante años enteros, a pesar del viento y de la lluvia. San Agustín menciona también otra lámpara existente en el templo de Venus, que ofrecía las mismas singularidades. Kedreno, dice a su vez que en Edessa se encontró una lámpara oculta en el vano de una puerta, que estuvo ardiendo durante quinientos años. Pero de todas estas lámparas, la más prodigiosa es la que, según refiere Olivio Máximo de Padua, se encontró cerca de Ateste y que Escardonio describe en los términos siguientes: “En una urna de alfarería estaba contenida otra menor y dentro de ésta ardía una lámpara que con un licor purísimo encerrado en dos frascos, uno de oro y otro de plata, por todo alimento, mantenía su luz durante 1.500 años. Los frascos pasaron para su custodia a manos de Francisco Maturancio, quien los estima de subidísimo precio"”(38). Dando de mano a exageraciones y prescindiendo de la gratuita negación de la ciencia moderna acerca de la posibilidad de estas lámparas, cabe preguntar si en el caso de haberse conocido en la época de los “milagros”, debe distinguirse entre las encendidas ante los altares cristianos y las que ardían ante las imágenes de Júpiter, Minerva y otras divinidades paganas. Según algunos teólogos, las lámparas de los altares cristianos tenían virtud milagrosamente divina, al paso que las paganas debían su luz a los artificios del diablo, y en estas dos agrupaciones se clasificaban las lámparas, según dicen Kircher y Liceto. La de Antioquía, que durante 1.500 años ardió al aire libre en la plaza pública, sobre la puerta de una iglesia, se mantenía, al decir de los teólogos, por el poder de Dios que había dado perpetua luz a tan infinito número de estrellas, mientras que las lámparas paganas, según asevera San Agustín, eran obra del demonio que trata de engañar al hombre por diversidad de medios; como si nada fuese más fácil para Satanás que deslumbrar con un relámpago de luz o una brillante llama a quienes entran por vez primera en una cripta sepulcral. Así lo aseguraba el vulgo de los cristianos cuando en el reinado de Paulo III, al abrir una tumba de la vía Apia, se encontró el cadáver de una doncella flotante sobre un terso licor que la había preservado de la corrupción hasta el punto de aparecer como dormida. A los pies del cadáver ardía una lámpara que se apagó al abrir la tumba, de cuya inscripción pudo colegirse que en enterramiento era de la hija de Cicerón, muerta 1.500 años antes (39).
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .