La naturaleza humana tiene el mismo horror al vacío que los experimentadores del Renacimiento supusieron
en la naturaleza física. La humanidad advierte instintivamente la presencia del Poder supremo, porque sin Dios poseería el universo un cuerpo sin alma. Como quiera que las multitudes desconocían el único camino donde hubieran podido hallar las huellas de Dios, llenaron el desolador vacío con el personal Dios plasmado de propósito por la teología con materiales exotéricamente entresacados de mitos y filosofías paganas. ¿Cómo, si no, se hubieran derivado tantas sectas, de las cuales llegaron algunas al último extremo del absurdo? El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática e indemostrable teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. La religión que probara científicamente la inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos. Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna prueba auténtica de la vida futura; y sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? ¿Acaso la universalidad de esta creencia, no es ya por sí misma una prueba de que tanto el eminente pensador como el inculto salvaje se han visto impulsados a reconocer el testimonio de sus sentidos? Si los fenómenos espectrales pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos? Los más eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima o espíritu puro, subía a los cielos; y el umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico.
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .