Los escépticos, así doctos como ignorantes, se han burlado a su sabor en estos dos

últimos siglos de los absurdos atribuidos a Pitágoras por su biógrafo Jámblico. Dice éste que el filósofo de Samos disuadió a una osa de comer carne; logró que un águila bajara de las nubes a posarse sobre su cuerpo, de modo que pudo domesticarla acariciándola con la mano y dirigiéndola suaves palabras; y por fin, persuadió a un buey a que no comiese habas, sin más exhortaciones que unas cuantas frases musitadas a la oreja. Todo esto parecen ridiculeces de ignorancia y superstición a los ojos de las cultísimas generaciones del día; pero si analizamos estos supuestos absurdos veremos que no lo son tanto como el en que incurren los detractores de Pitágoras al creer literalmente que Josué detuvo el sol en su carrera. Con frecuencia vemos hombres de escasa cultura y aun jovencitas de complexión delicada que a copia de paciencia y voluntad lograron domar los ferocísimos animales que exhiben sin temor alguno en sus colecciones zoológicas. El mismo resultado obtienen algunos hipnotizadores que, con su mágica sugestión, dominan no sólo a los animales, sino también a las personas, como hizo, por ejemplo, el famoso magnetizador Regazzoni, cuyos experimentos (mucho más increíbles que cuanto se haya podido atribuir a Pitágoras) tanta admiración causaron en París y Londres. No es justo, por lo tanto, acusar de inveraces o supersticiosos hasta el absurdo a los biógrafos de hombres tales como Pitágoras y Apolonio de Tyana. Al ver que la mayoría de quienes tan escépticos se muestran en lo tocante a las facultades mágicas de los antiguos y se burlan de sus míticas teogonías creen sin embargo firmemente en la Biblia, no podemos por menos de asentir al oportuno apóstrofe de Higgins, que dice: “Cuando encuentro hombres instruídos que toman el Génesis al pie de la letra, siendo así que los antiguos, no obstante sus defectos, tuvieron sobrado buen criterio para tomarlo en sentido alegórico, casi llego a dudar de si realmente ha progresado la mentalidad humana” (69). Taylor es uno de los pocos comentadores que han reconocido con justicia el talento de los autores griegos y latinos. En su traducción de la Vida de Pitágoras, de Jámblico, dice Taylor: “Puesto que según nos informa Jámblico estuvo Pitágoras iniciado en los misterios de Byblus y Tiro, en las ceremonias religiosas de los sirios, en la sagrada ciencia de los magos de Babilonia y en los secretos de los santuarios egipcios, donde pasó veintidós años de su vida, nada tiene de maravilloso que conociera la teurgia y fuese capaz de operar prodigios superiores al ordinario alcance de la virtud humana, que al vulgo le parecen increíbles”. El éter universal no era para los antiguos un desierto extendido por las inmensidades cerúleas, sino que lo consideraban como mar sin orillas, en cada una de cuyas moléculas latía un germen de vida, poblado, a semejanza de los mares terrenos, de diversidad de criaturas monstruosas unas y menores otras. Así como los animales de branquias se encuentran, según la especie, en mares altos o charcas bajas, así también cada linaje o casta de las entidades etéreas (espíritus elementales) moran habitualmente en los parajes más adecuados a su índole y unas se muestran amigas y otras enemigas del homrbe; cuáles son de agradable y cuáles de repulsivo aspecto; algunas se refugian en apacibles retiros y varias se complacen en planear sobre las aguas. Si recordamos que el movimiento de los astros ha de perturbar el éter más hondamente todavía que los proyectiles el aire o las naves el agua, no será difícil inferir que determinadas posiciones respectivas de los astros puedan originar corrientes etéreas más caudalosas en una dirección que en otra y arrastrar, por lo tanto, en el mismo sentido grandes masas de elementales amigos o enemigos que, al ponerse en contacto con la atmósfera de la tierra, ocasionen efectos de notoria realidad.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

Índice