Ciertas convergencias entre el Yoga, sobre todo el Hathayoga tántrico, y la alquimia se imponen
de modo natural al espíritu. Es evidente, en primer lugar, la analogía entre el yogui que opera sobre su propio cuerpo y su vida psico-mental, por una parte, y el alquimista que opera sobre las sustancias, por otra: uno y otro tienen el propósito de «purificar» esas «materias impuras», de «perfeccionarlas» y, finalmente, transmutarlas en «oro». Pues, como ya hemos dicho, «el oro es la inmortalidad»: es el metal perfecto y su simbolismo se enlaza con el simbolismo del Espíritu puro, libre e inmortal, que el yogui se esfuerza mediante la ascesis en extraer de la vida psico-mental, «impura» y sojuzgada. En otros términos: el alquimista espera llegar a los mismos resultados que el yogui «proyectando» su ascesis sobre la materia. En lugar de someter su cuerpo y su vida psico-mental a los rigores del Yoga, para separar el Espíritu (purusha) de toda experiencia perteneciente a la esfera de la Sustancia (prakrti), el alquimista somete a los metales a operaciones químicas homologables a las «purificaciones» y a las «torturas» ascéticas. Pues existe una perfecta solidaridad entre la materia física y el cuerpo psico-somático del hombre. Ambos son productos de la Sustancia primordial (prakrti). Entre el más vil metal y la experiencia psico-mental más refinada no existe solución de continuidad. Y desde el momento en que, desde la época postvédica, se esperaban de la «interiorización» de los ritos y las operaciones fisiológicas (alimentación, sexualidad, etc.) resultados que interesan a la situación espiritual del hombre, se debía llegar lógicamente a resultados análogos «interiorizando» las operaciones practicadas con la materia: la ascesis «proyectada» por el alquimista sobre la materia equivalía en definitiva a una «interiorización» de las operaciones efectuadas en el laboratorio.
Mircea Eliade . Herreros y alquimistas .