Voltaire, el “impío” mayor del siglo XVIII, decía que si no existiese Dios fuera preciso
inventarlo. Volney, también tachado de materialista, no niega a Dios en ninguno de sus libros; antes al contrario, afirma repetidas veces que el universo es obra del Omnisciente y está convencido de la existencia de un agente supremo, un artífice universal llamado Dios (29). Al fin de sus años admite Voltaire las doctrinas pitagóricas y concluye diciendo: “He consumido cuarenta años de mi peregrinación en busca de la piedra filosofal llamada verdad. Consulté con los filósofos desde Platón a Epicuro y desde Agustín a Malebranche y sigo en la misma ignorancia... Todo cuanto he podido inferir de la comparación y cotejo de los sistemas de Platón, Aristóteles, Pitágoras y los orientales, es que la casualidad es palabra sin sentido, pues el mundo está regido por leyes matemáticas” (30). Conviene advertir que Proctor tropieza con la misma piedra de escándalo que los autores materialistas, cuyas opiniones comparte, confundiendo las operaciones físicas con las espirituales de la naturaleza. Prueba de las orientaciones de su mente nos da la suposición por él mantenida de que tal vez los sabios de la antigüedad infirieron la influencia sutilísima de los astros por analogía con la ya conocida del sol y de la luna, pues dice que si según la ciencia el sol es manantial de calor y luz y la luna influye en las mareas, necesariamente habían de atribuir a los demás astros la misma influencia en el organismo y destino de los hombres (31). Pero permítasenos ahora una digresión. Difícilmente descubrirá el concepto que de los astros tenían los antiguos, quien desconozca el significado esotérico de sus doctrinas, pues si bien la filología y la teología comparadas han emprendido una ardua tarea de análisis, sus resultados son hasta ahora de poca importancia, a causa de que las alegorías del lenguaje han extraviado a los comentadores hasta el punto de tomar los efectos por causas y las causas por efectos. En el complejo fenómeno de la correlación de fuerzas, no es capaz de señalar el sabio más eminente cuál de ellas es la causa y cuáles son los efectos, ya que todos son recíprocamente transmutables. Por lo tanto, al preguntar a los físicos si la luz engendra calor o si inversamente el calor engendra luz, responderían probablemente que la luz engendra calor. Pero ¿cómo?: ¿hizo el gran artífice primero la luz y después el sol, o formó desde luego el sol que, según se dice, es el único manantial de luz y por consiguiente de calor? Esa pregunta tal vez parezca pueril a primera vista, pero mudará de aspecto si detenidamente la examinamos. Según el Génesis, el Señor hizo la luz tres días antes de hacer el sol, la luna y las estrellas. Tan enorme despropósito científico ha regocijado a los materialistas, que en verdad podrían aprovecharse dialécticamente de él si fuera cierta su hipótesis de que la luz y el calor dimanan del sol. A falta de otra mejor, todo el mundo acepta esta hipótesis que, según expresión de un predicador, prevalecía soberanamente en el reino de las especulaciones. Los antiguos heliólatras identificaban el Supremo Espíritu con la naturaleza y veneraban al sol como divinidad “en quien reside el Señor de la vida”. Según la teoría induista, Gama es el sol, la fuente de las almas y de toda vida (32). También la divinidad inda Agni, el fuego divino, está identificada con el sol (33); Ormazd es la luz, el dios-sol, donador de vida. Según la filosofía induista, las almas emanan del alma del mundo y a su origen vuelven como las chispas al fuego (34); y otro pasaje dice que el sol es el alma de todas las cosas, que todo salió del sol y al sol ha de volver (35), de lo cual se infiere que el sol físico es símbolo del invisible sol central y espiritual, es decir, de DIOS cuya primera manifestación es Sephira, la Luz emanada de En-soph. Dice el profeta Ezequiel: “Y miré y he aquí que venía del Aquilón un viento de torbellino y una grande nube envuelta en fuego y en su torno un resplandor y de en medio de él, esto es, de en medio del fuego, como apariencia de electro” (36).
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .