Dogo, el anciano maestro zen, tenía un discípulo llamado Soshin. Cuando Soshin llegó de principiante
bajo Dogo, esperaba sin duda que el maestro le instruiría en el Zen de la manera en que un maestro de escuela instruye a sus alumnos. Pero Dogo no le dijo nada especial y ciertamente no parecía tener ninguna intención de comunicar nada inusual al discípulo. Finalmente, Soshin no puedo aguantarlo más y le reprochó a su maestro que no le mostrase nada del Zen. «Pero te he estado dando lecciones de Zen desde que llegaste», dijo Dogo. «¿Ah, sí?», dijo Soshin, «¿y cuándo ha podido ser eso?». «Cuando me traes mi taza de té por la mañana», dijo Dogo, «la acepto. Cuando me sirves la comida, la como. Cuando te inclinas ante mí, me doy por enterado. ¿De qué otra manera esperas aprender Zen?». El Tao se puede compartir, pero no se puede dividir. El Tao se puede mostrar, pero no se puede decir. El maestro vive en el Tao. El discípulo tiene que embeber su espíritu. No es una enseñanza, no puede ser una enseñanza: todas las enseñanzas son superficiales. Tiene que ser más profundo que una enseñanza. Tiene que ser una transferencia de energía. Tiene que ser de corazón a corazón, de alma a alma, de cuerpo a cuerpo. No puede ser verbal. Y el discípulo tiene que ver, mirar, observar, sentir, amar la energía que se está manifestando en el maestro. Poco a poco, lentamente, sentándose simplemente al lado del maestro, el discípulo aprende muchos secretos, aunque nunca se le enseñen.
Osho . El Secreto de los Secretos: Charlas sobre el secreto de la Flor Dorada .