Desgraciadamente, el escepticismo científico tiene tal resistencia, que no le conmueven las pruebas por evidentes

que sean, y a lo sumo admite únicamente las que convienen a su propósito. Digamos con el poeta: “¡Oh vergüenza para la humanidad! Los diablos se entienden entre ellos. Tan sólo los hombres discrepan de las criaturas racionales” (52). ¿Cómo explicar tal divergencia de opiniones entre hombres que estudiaron en los mismos libros y bebieron en las mismas fuentes? Bien es verdad que no hay dos hombres que vean una misma cosa de igual manera, y así lo expone admirablemente el doctor Wilkinson en su carta a la Sociedad Dialéctica de Londres, cuando dice: “Mi experiencia en la investigación de varias doctrinas heterodoxas, que después se convirtieron en ortodoxas, me ha convencido de que casi todas las verdades dependen de nuestra disposición de ánimo, de nuestros afectos e íntimos sentimientos, por lo que la discusión y las investigaciones no dan otro resultado que alimentar dicha disposición de ánimo”. A esto podría añadirse la famosa máxima de Bacon: “Poca ciencia aleja de Dios y mucha ciencia acerca a Dios. Carpentier pondera los progresos de la filosofía en nuestros tiempos, diciendo que nada repudia, por extraño que parezca, si está apoyado en pruebas válidas, mientras que se muestra inclinado a negar toda competencia filosófica y científica a los antiguos, no obstante las pruebas que la abonan tan válidamente como las aducidas por los científicos contemporáneos en pro de su mayor conocimiento. Si, por ejemplo, nos fijamos en la electricidad y magnetismo, que tan famosos hicieron los nombres de Franklin y Morse, veremos que, seiscientos años antes de nuestra era, descubrió Tales de Mileto las propiedades eléctricas del ámbar, sin contar con que las investigaciones de Schweigger sobre simbología demuestran plenamente que los mitos antiguos se apoyaban en la filosofía natural, y que ya conocían la electricidad y el magnetismo los teurgos de Samotracia, cuyos misterios eran los más antiguos de que hay noticia, según nos dicen Diodoro de Sicilia, Herodoto y Sanconiaton (53). Demuestra Schweigger que las principales ceremonias religiosas de la antigüedad entrañaban conocimientos hoy perdidos de filosofía natural, y que la magia se entremezclaba en los misterios hasta el punto de que los milagros de los teurgos gentiles, judíos o cristianos, indistintamente, derivaban de sus secretos conocimientos físico-alquímicos (54). Por otra parte, Schweigger y Ennemoser han descubierto la simbólica identidad de los gemelos Dioskuris con los polos eléctricos y magnéticos, demostrando con ello el conocimiento que de las propiedades magnéticas tenían los sacerdotes antiguos. Según Ennemoser (55), se ha demostrado que muchos mitos, cuya significación antes no se comprendía, son ingeniosas al par que profundas expresiones de principios genuinamente científicos. Los modernos experimentadores se deshacen en alabanzas a nuestro siglo por sus descubrimientos, y poco les falta para emular en sus floridas lecciones de cátedra a los trovadores medioevales. Los Petrarcas, Dantes y Tassos del día, al glorificar la materia, cantan la amorosa unión de los errantes átomos y el afectuoso intercambio de protoplasmas,, y lamentan la casquivana veleidad de las fuerzas que tan provocativamente juegan al escondite con los científicos en su dramática correlación. Proclaman a la materia única y autocrática soberana del infinito universo y la elevan al trono de la naturaleza del que depusieron al espíritu, su divorciado consorte. Pero olvidan que, sin el legítimo monarca, es el trono de la naturaleza como sepulcro blanqueado donde la corrupción anida. lA materia, purgación grosera del espíritu que la vivifica, es de por sí masa inerte cuyo movimiento demanda un manipulador inteligente de esa batería galvánica llamada vida.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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