Hay otro hecho que vale la pena recordar: al sustituir al Tiempo, el alquimista evitaba
cuidadosamente asumirlo; soñaba con precipitar los ritmos temporales, con hacer oro más de prisa que la Naturaleza, pero como buen «filósofo» o «místico» que era, sentía temor del Tiempo. No se declaraba como un ser esencialmente temporal: suspiraba por las beatitudes del Paraíso, soñaba con la inmortalidad, con el Elixir Vitae. En este aspecto, el alquimista se comportaba como toda la Humanidad premoderna, que por todos los medios escamoteaba la consciencia de la irreversibilídad del tiempo, bien «regenerándole»» periódicamente mediante la repetición de la cosmogonía, bien santificándole por medio de la liturgia, o bien olvidándole, es decir, rehusando tomar en consideración los intervalos profanos entre dos actos significativos (y, por consiguiente, sagrados). Conviene, sobre todo, recordar que el alquimista «dominaba al Tiempo» cuando reproducía simbólicamente en sus aparatos el caos primordial y la cosmogonía, y además cuando sufría la «muerte y la resurrección» de la iniciación. Toda iniciación era una victoria sobre la muerte, es decir, sobre la temporalidad: el iniciado se proclamaba «inmortal»; se había forjado una existencia postmor-tem que estimaba indestructible.
Mircea Eliade . Herreros y alquimistas .