Era una de esas mañanas que nunca ha sido antes; el prado cercano, la hayas

inmóviles y el sendero que penetra en lo más profundo del bosque, todo era silencio. No se escuchaba un solo gorjeo de pájaros, y las casas próximas permanecían inactivas. Una mañana como ésta, fresca, suave, es una cosa rara. Hay paz en esta parte de la tierra, y todo estaba muy tranquilo. Existía ese sentimiento, esa sensación de absoluto silencio. No era sentimentalismo romántico ni imaginación poética. Era sencillamente así. Las hayas cobrizas lucían esta mañana plenas de esplendor contra los campos verdes que se extendían en la distancia, y una nube saturada de esa luz matinal flotaba perezosamente en el cielo. El sol estaba asomando, había una gran paz y un sentido de adoración. No la adoración de algún dios o de alguna deidad imaginaria, sino ese sentido de reverencia que nace de la inmensa belleza. Esta mañana uno podía desprenderse de todas las cosas que ha reunido, y estar en silencio con los bosques y los árboles y el prado. El cielo era de un azul pálido y suave, y muy lejos, al otro lado de los campos, se escuchaba el llamado de un cuclillo las palomas el bosque se arrullaban y los mirlos iniciaban su canto matinal. En la distancia podía oírse el paso de un automóvil. Cuando los cielos están tan quietos y hay tanta belleza, es probable que más tarde llueva. Siempre sucede así cuando la mañana amanece muy clara. Pero en esta mañana todo era muy especial, algo que nunca ha sido antes y nunca podrá volver a ser.

Jiddu Krishnamurti . El Último Diario .

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