Hagamos hincapié en esta primera valorización religiosa de los aerolitos: caen sobre la tierra cargados
de sacralidad celeste; por consiguiente, representan al cielo. De ahí procede muy probablemente el culto profesado a tantos meteoritos o incluso su identificación con una divinidad: se ve en ellos la «forma primera», la manifestación inmediata de la divinidad. El palladion de Troya pasaba por caído del cielo, y los autores antiguos reconocían en él la estatua de la diosa Atenea. Igualmente se concedía un carácter celeste a la estatua de Artemisa en Efeso, al cono de Heliogábalo en Emesis (Herod., V, 3, 5). El meteorito de Pesinonte, en Frigia, era venerado como la imagen de Cibeles, y como consecuencia de una exhortación deifica fue trasladado a Roma poco después de la segunda guerra púnica. Un bloque de piedra dura, la representación más antigua de Eros, moraba junto a la estatua del dios esculpida por Praxiteles en Tespia (Pausanias, IX, 27, 1). Fácilmente se pueden hallar otros ejemplos (el más famoso es la Ka'aba, de La Meca). Es curioso contemplar que un gran número de meteoritos se ha asociado con dioses, sobre todo con diosas de la fertilidad del tipo de Cibeles. Asistimos en tal caso a una transmisión del carácter sacro: el origen uraniano es olvidado en beneficio de la idea religiosa de la petra genitrix; este tema de la fertilidad de las piedras nos ocupará más adelante.
Mircea Eliade . Herreros y alquimistas .