El sol del atardecer daba ahora sobre el césped nuevo y había esplendor en cada
brizna de hierba. Las hojas primaverales estaban justo por encima de uno, tan delicadas que no se las sentía al tocarlas, tan vulnerables que un niño podía arrancarlas al pasar. Y se veía el cielo azul sobre los árboles y cantaban los mirlos. El agua del canal estaba tan quieta que, literalmente, uno no podía distinguir entre el reflejo y lo real. Había un nido de patos con media docena o más de huevos en su interior, a los que la madre había cubierto con hojas secas. Cuando uno regresó pudo verla sentada sobre ellos aparentando que no estaban allí. Y después, mientras uno seguía caminando a lo largo de ese canal, en medio de las ramas altas con esas maravillosas hojas nuevas, había otra pata con una docena o más de polluelos que la rodeaban, probablemente salidos del cascarón esa misma mañana. Algunos serían devorados durante la noche por las ratas, porque cuando uno volvió al día siguiente echó de menos a unos cuantos. La pata en su nido seguía estando allí. Era una tarde hermosa, llena de esa extraña gloria que es el corazón de la primavera. Uno permanecía allí sin un solo pensamiento, sintiendo cada árbol y cada brizna de hierba y escuchando ese autobús que pasaba cargado de gente.
Jiddu Krishnamurti . Encuentro Con la Vida .