Las pirámides de Egipto simbolizan la misma idea que el árbol mundanal. El vértice es
el místico eslabón entre cielo y tierra, análogo a la raíz del árbol, mientras que la base representa las ramas extendidas hacia los cuatro puntos cardinales del universo material. La idea simbólica de las pirámides es que todas las cosas dimanan del espíritu por evolución descendente (al contrario de lo que supone la teoría darwiniana), es decir, que las formas han ido materializándose gradualmente hasta llegar al máximo de materialización. En este punto entra la moderna teoría evolutiva en el palenque de las hipótesis especulativas y no causa extrañeza que Haeckel trace en su Antropogenia la genealogía del hombre “desde la raíz protoplásmica existente en el limo oceánico, mucho antes de sedimentar las más antiguas rocas fosilíferas”, según expone Huxley. Podemos creer que el hombre descienda de un mamífero semejante al mono, sobre todo cuando, según afirma Berosio, esta misma teoría enseño, sino tan elegante, más comprensiblemente, el hombre pez, Oannes o Dagón, el semidemonio de Babilonia (61). Conviene advertir que esta antigua teoría de la evolución, no sólo se encierra en los símbolos y leyendas, sino que también se ve representada en pinturas murales de los templos indos y se han encontrado fragmentos descriptivos en los templos egipcios y en las losas de Nimrod y Nínive excavadas por Layard. Pero ¿qué hay tras la descendencia del hombre según Darwin? Por muy allá que vaya nuestro examen, sólo encontramos hipótesis de imposible demostración, porque el famoso naturalista dice que “todas las especies descienden en línea recta de unos cuantos individuos existentes mucho tiempo antes de formarse la primera capa silúrica” (62). Aunque Darwin no se toma el trabajo de decirnos quiénes fueron estos “unos cuantos individuos”, basta que para admitir su existencia haya de solicitar la corroboración de los antiguos, de modo que el concepto tenga carácter científico. En efecto, sería verdaderamente temerario afirmar que la ciencia moderna contradice la antigua hipótesis del hombre antediluviano, después de las modificaciones sufridas por nuestro globo en cuanto a temperatura, clima, suelo y aun nos atrevemos a decir que en sus condiciones electro-magnéticas. Las hachas de pedernal encontradas por Boucher de Perthes en el valle de Sômme son prueba de que la antigüedad del hombre sobre la tierra excede a todo cómputo. Según Büchner, el hombre existía ya en el período glacial correspondiente a la época cuaternaria y probablemente más allá todavía. Pero ¿quién es capaz de sospechar lo que nos tienen reservado los futuros descubrimientos? Si hay pruebas incontrovertibles de que el hombre existió en tan remota antigüedad, forzosamente se ha de haber alterado su organismo de modo admirable, por razón de las mudanzas atmósfericas y climatológicas. En consecuencia, también cabe suponer por analogía, remontándonos a esas lejanísimas épocas, que el organismo de los remotos ascendientes de los “helados gigantes”, les permitiera convivir con los peces devónicos y los moluscos silúricos. Verdad que no han dejado sus huesos ni sus hachas de sílex en las cavernas; pero sí es fidedigno el testimonio de los antiguos, en los primitivos tiempos no sólo hubo gigantes u “hombres de famoso poderío”, sino también “hijos de Dios”. Si a cuantos creemos en la evolución del espíritu, tan firmemente como los materialistas en la de la materia, se nos acusa de sostener “hipótesis indemostrables”, bien podemos echar en cara a los acusadores que, según ellos mismos confiesa, su teoría de la evolución física no está demostrada y tal vez sea indemostrable (63). Nosotros podemos por lo menos inferir pruebas de los mitos cosmogónicos cuya pasmosa antigüedad reconocen filólogos y arqueólogos, mientras que nuestros adversarios en nada pueden apoyarse, a no ser que recurran a parte de las antiguas inscripciones con caracteres ideográficos y supriman el resto. Afortunadamente, mientras las obras de algunos reputados científicos parecen contradecir nuestras teorías, las corroboran por completo otros no menos eminentes, como Wallace, quien defiende la idea del “lento proceso evolutivo” de las especies a partir de una época remotísima en innumerable sucesión de ciclos (64). Y si esto admite en los animales, ¿por qué no admitirlo en el hombre cuyos lejanísimos ascendientes fueron los seres puramente espirituales llamados hijos de Dios?.
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .