Ejemplo de las presunciones científicas de nuestro siglo y del falso concepto de su valer,
nos lo ofrecen las alharacas con que se recibió el descubrimiento de la transformación de la materia y la conservación de la energía, considerado como el más importante del siglo por Guillermo Armstrong, presidente de la Sociedad Británica. Sin embargo, no merece tal nombre de descubrimiento, porque desde tiempos remotísimos se conocía ya este principio, cuyos primeros vislumbres aparecen en la doctrina védica de la emanación y la absorción (66). El griego Demócrito expuso también la teoría de la indestructibilidad de la materia, que nuestros físicos se han visto precisados a extender a la fuerza, diciendo que así como no se aniquila ni un átomo de materia, tampoco se desvanece fuerza alguna de la naturaleza, porque la fuerza es igualmente indestructible y se manifiesta en reversibles aspectos, de cuya modalidad depende el movimiento de la materia. Tal es el principio de la conservación de la energía, según los modernos científicos que de nuevo la han descubierto. Ya el año 1842 sospechaba Grove la reversibilidad del calor, luz, electricidad y magnetismo, capaces de ser causa en determinado momento y efecto en el siguiente (67). Pero la ciencia nada dice ni sabe del origen de estas fuerzas ni de su modo de transformación; conoce los efectos e ignora la causa, porque no acierta a señalar el alfa y omegta del fenómeno. Difícil es superar en este punto a Platón cuando pone en boca de Timeo estas palabras: “Dios conoce las cualidades originales de las cosas, pero al hombre sólo le cabe la posibilidad de conocerlas” (68). Lo mismo dicen Tyndall y Huxley en sus obras, con la diferencia de no consentir que ni el mismo Dios les aventaje en sabiduría, y tal vez en esto fundan sus alardes de superioridad. Los antiguos induistas derivaron del principio de la conservación de la energía su doctrina de la emanación y la absorción, según la cual, el punto primario (.....) del inmenso círculo, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, emana de sí todas las cosas manifestadas en el universo visible bajo diversas formas que se transmutan y combinan recíprocamente en gradual transformación, desde el espíritu puro (la nada de los budistas) hasta la más densa materia, que se restituye a su primario estado o sea la absorción en el nirvana (69). ¿Qué significa esto sino la conservación de la energía? Demuestra la ciencia que el calor puede transformarse en electricidad y la electricidad en magnetismo y recíprocamente, de modo que el movimiento engendra indefinidamente el movimiento (70). Para los científicos materialistas, queda resuelto el problema de la eternidad una vez demostrada la conservación de la materia y de la energía, como si con ella quedara también demostrada científicamente la inutilidad del espíritu. Puede afirmarse, por lo tanto, que los modernos filósofos no han dado un paso más allá de los sacerdotes de Samotracia, los indos y los agnósticos cristianos. La parigualdad de la materia y de la fuerza está simbolizada en el mito samotraciense de los gemelos Dioskuros, hijos del cielo, a que alude Schweigger, que mueren y resucitan juntos, siendo absolutamente necesario que uno muera para que el otro viva. Conocían los sacerdotes de Samotracia, tan bien como los físicos modernos, la transformación de la energía, y aunque los arqueólogos no hayan encontrado aparato alguno a propósito para esta transformación, se infiere fundadamente por analogía, que casi todas las religiones antiguas se apoyan en el principio de coeternidad de la materia y de la fuerza y en la doctrina según la cual todo emana del sol central y espiritual, del espíritu de Dios, en el conocimiento de cuya potencialidad se funda la magia teurgia. A este propósito dice Proclo: “De la propia manera que el amante se eleva poco a poco de la belleza plástica a la belleza divina, así los antiguos sacerdotes establecieron una ciencia basada en la mutua simpatía y semejanza que echaron de ver en las cosas subsistentes en el todo universal con las internas potencias que algunas de ellas manifiestan. De este modo descubrieron lo supremo en lo ínfimo y lo ínfimo en lo supremo, es decir, las cualidades terrenas en su celeste condición causal y las cualidades celestes adaptadas a la condición terrena” (71).
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .