Diversas circunstancias hicieron que en el año 1633 el Emperador Fernando II, conocedor de la

sabiduría del jesuita, propuso a los superiores de Kircher que concedieran autorización para ser nombrado profesor de matemáticas en Viena. Concedida ésta, Kircher se dirigió desde Francia a Alemania por vía marítima. En una accidentada travesía, sufrió varios naufragios que le obligan a arribar a la ciudad de Roma, donde no tenía intención de ir. Athanasius Kircher nunca llegó a Viena. Desde ese año hasta su muerte en 1680, permaneció como profesor en Colegio Romano, que gozaba en aquel tiempo de una merecida fama. Desde 1633 hasta 1638, Kircher dispuso de su tiempo para trabajar libremente en Roma. No tenía aún una misión concreta. Por ello se dedicó a la egiptología publicando el Prodromus Coptus sive Aegiptiacus (1636), un pequeño tratado de coptología. Desde 1638, cuando tenía 37 años de edad, se incorporó como profesor de Física y de Matemáticas al claustro de profesores del Colegio Romano. No se puede entender la obra completa de Kircher, el impresionante esfuerzo intelectual de ámbito científico, filosófico y teológico, sin situarlo en el contexto de esta institución al servicio de la Iglesia. El Colegio Romano [GARCIA-VILLOSLADA, 1954] fue fruto del desarrollo de una de las intuiciones más preclaras de Ignacio de Loyola y tenía como objetivo colaborar en la restauración católica que había iniciado el Concilio de Trento. En la mente de Ignacio se trataba de impulsar una institución dedicada a la educación cristiana de la juventud, a la formación del clero, a la recuperación de la presencia católica en las letras y en la ciencia, a la formación de apóstoles decididos a difundir la fe de Roma. No pretendamos juzgar con las categorías del siglo XXI los objetivos concretos pretendidos por Ignacio y sus compañeros. Dicho en un lenguaje de nuestros días, el Colegio Romano quiso intervenir decididamente y con ideas propias en el debate renacentista y barroco de la revolución científica de los siglos XVI y XVII. La institución pensada por Ignacio no cristaliza inmediatamente. Aprobada la Compañía en 1540 (bula Regimine militantis Ecclesiae, de Paulo III), Ignacio deseaba que los jóvenes jesuitas recibiesen su formación en una universidad pública [GARCÍA-VILLOSLADA,1954: 10]. Por ello, Ignacio de Loyola envió en ese mismo año de 1540 a un grupo de estudiantes a la Universidad de París, otro grupo a la Universidad de Padua en 1541, y otros dos a las de Lovaina y Coimbra en 1542. Pero pronto pensó en la posibilidad de crear centros propios de estudio. Así, en 1546 aparece el Colegio de Gandía (Valencia), para los cursos de Artes o Filosofía. A este le siguió el Colegio de Messina, en 1548, dirigido por el P. Jerónimo Nadal con la ayuda de un grupo de jesuitas de sólida formación, como Pedro Canisio, Andrea Freux y otros. El Colegio de Messina, fundado sobre todo para remediar la ignorancia del clero local, puede considerarse como el primer esbozo de lo que sería la pedagogía jesuítica, la cual tendrá su forma más elaborada en el Colegio Romano. En los tiempos de la llegada de Kircher al Colegio Romano (en 1633), éste estaba ya bien establecido. Había un buen edificio y una organización docente bien elaborada, una buena biblioteca y un profesorado dotado de gran potencia intelectual. La enseñanza, y en especial la enseñanza de la Teología, era muy apreciada, siendo los portavoces de las reformas teológicas iniciadas tras el Concilio de Trento [FILOGRASSI, 1942; GARCÍA- VILLOSLADA, 1954:214-232].

Athanasius Kircher . El Geocosmos .

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