Además, el pensamiento colectivo va acompañado de anómalas condiciones psíquicas que invaden a millones de

individuos hasta el punto de moverles a obrar automáticamente, corroborando con ello la vulgar opinión de las obsesiones diabólicas justificadas por las satánicas emociones y actos que dimanan de semejante estado mental. En ciertas épocas predomina la tendencia colectiva al retiro y la contemplación, y de aquí el incalculable número de postulantes a la vida ascética y monástica. Otras épocas propenden, por el contrario, a la acción manifestada en caballerescas aventuras que llevan a miles de gentes en busca de Eldorados o las empeñana en crueles guerras por la posesión de míseros y áridos territorios (48). Dice a este propósito Carlos Elam que “la semilla del vicio germina en el subsuelo social y brota y fructifica incesantemente con espantosa rapidez”. En presencia de tan chocantes fenómenos, la ciencia permanece muda sin conjeturar siquiera su causa, y natural es que así proceda por cuanto no ve más allá de este globo de arcilla y de su pesada atmósfera, sin percatarse de las ocultas influencias que a cada instante recibimos. Pero los antiguos, a quienes también Proctor trata de ignorantes, sabían que las relaciones interplanetarias son tan perfectas como las establecidas entre los glóbulos de la sangre que, flotantes en el mismo fluido, reciben las combinadas influencias de todos los demás, al par que cada uno de ellos influye en todos. Así como los planetas difieren en magnitud, distancia y movimiento, asimismo es distinto no sólo el impulso que cada cual comunica al éter o luz astral, sino también las sutiles fuerzas que irradian según su posición en el espacio. La música es combinación modulada de sonidos y el sonido es vibración etérea en el aire. Ahora bien; si los impulsos comunicados al éter por los astros pueden comparase a las notas de un instrumento musical, fácilmente concebiremos la realidad de la “música de las esferas” a que aludía Pitágoras, y que en determinadas posiciones puedan perturbar los astros el éter en que se baña la tierra, al paso que en otras posiciones puedan armonizarlo sosegadamente. Ciertas clases de música nos ponen frenéticos, mientras que otras hienchen nuestra alma de fervor religioso. Apenas hay creación humana que no responda a determinadas vibraciones de la atmósfera. Lo mismo ocurre con los colores, que unos nos excitan y otros nos sosiegan. La monja viste de negro para denotar el desaliento de una fe apesadumbrada por el pecado original; la desposada se atavía de blanco; el rojo aviva la furia de algunos animales. Y si vemos que tanto el hombre como los animales son sensibles a tandébiles vibraciones, ¿cómo no han de recibir también la potísima influencia de las combinadas vibraciones estelares? Dice sobre ello el doctor Elam: “Sabemos que ciertas condiciones patológicas se convierten fácilmente en epidémicas bajo la influencia de causas no investigadas todavía... Vemos cuán poderoso es el contagio mental, pues no hay idea ni quimera alguna, por absurda que sea, que no asuma carácter de pensamiento colectivo. También observamos el notable fenómeno de que reaparecen en una época las ideas de otra ya pasada... y por horrendo que sea un crimen (homicidios, infanticidios, envenenamientos), toma a veces epidémicos caracteres de perpetración... La causa de la propagación de las epidemias sigue envuelta en el misterio”. Este pasaje traza en pocas líneas, de mano maestra, un innegable hecho psicológico, al par que una ingenua confesión de ignorancia, pues en vez de decir: causas no investigadas todavía, debiera agregar el autor con entera franqueza: de imposible investigación con los actuales métodos científicos. A propósito de una epidemia de manía incendiaria, entresaca el doctor Elam de los Anales de Higiene Pública dos casos: el de una muchacha de diecisiete años convicta y confesa de haber prendido fuego a la casa por irresistible impulso; y el de un joven de la misma edad que cometió varias veces igual crimen, sin que pasión alguna le moviera a ello sino el deleite que experimentaba al ver surgir las llamas. Continuamente encontramos en la prensa diaria relatos de crímenes sangrientos que los mismos culpables atribuyen a irresistibles obsesiones, diciendo que alguien les incitaba secretamente a perpetrarlos. Los médicos suelen achacar estos crímenes a trastornos cerebrales e impulsos transitorios de locura homicida; pero ¿qué psicólogo es capaz de definir la locura, ni acaso se ha establecido hipótresis alguna que la explique victoriosamente contra la investigación imparcial? Respondan las obras de los alienistas contemporáneos.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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