Las palabras no pueden medir la extensión y vastedad del espacio, ni los ondulados cerros,

ni el cielo azul ni el desierto distante. Eso era la totalidad de la tierra. Uno apenas si se atrevía a hablar, tanto exigía el silencio que no se le perturbara. Y ese silencio tampoco pueden medirlo las palabras. Si uno fuera un poeta, probablemente lo mediría con las palabras, lo expresaría en un poema, pero eso que se escribe no es lo real. La palabra no es la cosa. Y aquí, sentado junto a una roca que se estaba calentando con el sol, el hombre no existía. Los ondulados cerros, las más altas montañas, los grandes y extensos valles, el profundo azul; no había nada más que eso; uno no existía. Desde los tiempos antiguos, todas las civilizaciones han tenido este concepto de la medida. Todas sus maravillosas construcciones se basaban en la medida matemática. Cuando uno mira la Acrópolis y la gloria del Partenón, y los edificios de ciento diez pisos de Nueva York, ve que todo tiene que basarse en esta medida El medir no lo es sólo mediante la regla; la medida existe en el cerebro mismo: lo alto y lo bajo, lo mejor, el más. Este proceso comparativo ha existido desde los tiempos más remotos. Siempre estamos comparando. La aprobación de los exámenes desde la escuela, el colegio, la universidad todo nuestro estilo de vida se ha vuelto una serie de medidas calculadas: lo bello y lo feo, lo noble y lo innoble toda nuestra escala de valores, los argumentos que terminan en conclusiones, el poder del pueblo, el poder de las naciones. La acción de medir ha sido necesaria para el hombre. Y el cerebro, estando condicionado por la medida, por la comparación, trata de medir lo inmensurable midiendo con las palabras lo que jamás puede ser medido. Ha sido un largo proceso de siglos y siglos los dioses mayores y los dioses menores, medir la vasta extensión del universo y medir la velocidad de un atleta. Esta comparación ha dado origen a muchos temores y sufrimientos.

Jiddu Krishnamurti . El Último Diario .

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