Oigamos cómo describe un periódico inglés la prodigiosa suerte del rápido crecimiento de una planta,

llevada a cabo por los prestidigitadores indos: “El prestidigitador colocó en el suelo una maceta vacía y pidió permiso para que su secretario fuese a buscar tierra de jardín. Volvió a poco el secretario con una porción de tierra envuelta en la punta de su capote, que puso en el tiesto comprimiéndola ligeramente. Tomó entonces una pepita de mango y, después de enseñarla a los circunstantes, la plantó en el tiesto cubriéndola cuidadosamente de tierra y regándola con un poco de agua. Hecho esto, tapó el tiesto con un lienzo tendido sobre un pequeño triángulo, y al poco rato, entre vocerío y redobles de tambor germinó la simiente, según pudieron ver los circunstantes al descorrer el lienzo, notando que habían brotado dos hojas de color gris oscuro. Vuelta a tapar la maceta con la sábana y levantada por segunda vez al cabo de poco, vieron todos que a las dos primeras hojas habían sucedido varias otras de color verde, de unos veinticinco centímetros de alto. La tercera vez apareció la planta con más frondoso follaje, hasta doble altura, y a la cuarta operación llevaba ya pendientes de sus ramas una docena de mangos, tamaños como nueces, con altura total de cuarenta y cinco centímetros. Al destapar por última vez la maceta aparecieron los frutos en completo desarrollo y cercanos a la madurez, pues muchos espectadores probaron su sabor agridulce”. A esto añadiremos que hemos presenciado el mismo experimento en la India y en el Tíbet, con la particularidad de haber proporcionado un bote vacío de estracto de carne Liebig, que sirvió de maceta rellena de tierra con nuestras propias manos, en nuestra misma habitación, para plantar una raicilla que el fakir nos había dado al efecto, sin que apartáramos ni un instante la vista del bote idéntico al ya descrito. ¿Sería capaz un prestidigitador de hacer lo mismo en igualdad de circunstancias? El ilustrado Orioli, miembro correspondiente del Instituto de Francia, cita muchos ejemplos en demostración de los maravillosos efectos de la voluntad cuando actúa sobre el invisible Proteo de los hipnotizadores. Dice a este propósito: “He visto algunas personas que con sólo pronunciar ciertas palabras paraban en seco la precipitada carrera de toros y caballos y detenían en su trayectoria la flecha que hendía los aires”. Lo mismo afirma Tomás Bartholini. Y Du Potet, dice: “Cuando trazo en el suelo un yeso o carbón esta figura..., se fija allí algo como un fuego o una luz que atrae a la persona que se acerca y la detiene fascinada hasta el extremo de impedirle cruzar la línea. Un poder mágico la fuerza a quedarse parada hasta que al fin retrocede entre sollozos. La causa no está en mí, sino toda por completo en el signo cabalístico, contra el cual de nada vale la violencia” (37).

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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