El tránsito de las esferas de arcilla a esferas de fuego explicará a los materialistas

algunos fenómenos astronómicos, tales como la súbita aparición de una estrella en la constelación de Casiopea el año 1572 y de otra en el serpentario en 1604, según observaciones de Kepler. Verdaderamente demuestran los caldeos en el citado pasaje más profunda filosofía que los astrónomos modernos, pues la confversión en esferas de “puro y divino fuego” simboliza la subsiguiente existencia planetaria análoga a la que más allá de la muerte corporal tiene el espíritu del hombre. Si, como ya admite la astronomía, nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren los astros, ¿por qué no han de tener, como el hombre, la subsiguiente existencia etérea o espiritual? Así lo afirman los magos al decir que la fecunda madre tierra está sujeta a las mismas leyes que sus hijos y en oportunidad de tiempo engendra de su seno todas las cosas hasta que, llegada la plenitud de su tiempo, cae en la tumba de los mundos. La materia densa de la tierra se disgregará poco a poco en átomos que, con arreglo a la inexorable ley, formarán nuevas combinaciones; pero su espíritu quedará atraído por el céntrico sol espiritual de que originariamente emanara (4). Según dice Hermes: “Y el cielo era visible en siete círculos, y los planetas aparecieron con todos sus signos en forma de estrellas que quedaron separadas y numeradas con los gobernadores residentes en ellas, y su carrera giratoria está limitada por el aire en una órbita circular donde se mueven bajo la acción del divino espíritu” (5). Nadie hallará en las obras de Hermes ni el más leve indicio del enorme absurdo sostenido después por la iglesia romana, diciendo que los astros habían sido creados para recreo del hombre, puesto que el unigénito Hijo de Dios bajó a este ínfimo mundo para redimir nuestras culpas.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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