La influencia de la mente sobre el cuerpo físico es tan poderosa, que en todas

épocas realizó prodigios. A este propósito dice Salverte: “¡Cuán inesperadas, súbitas y portentosas curaciones ha realizado la imaginación! Las obras de medicina rebosan de ejemplos de esta índole, que se diputarían por milagrosos” (18). Si el enfermo no tiene fe y es físicamente pasivo y negativo, pero en cambio el saludador es enérgico, sano, positivo y resuelto, la enfermedad puede quedar vencida por la imperiosa voluntad con que consciente o inconscientemente atrae el fluido universal de la naturaleza y restablece el perturbado equilibrio del aura del paciente. Para ello puede auxiliarse de un crucifijo, como hizo Gassner, o imponer las manos, como el zuavo Jacob y el norteamericano Newton, o dar el mandato de viva voz como Jesús y algunos apóstoles; pero el procedimiento es el mismo en todos los casos, y determina la curación efectiva sin dejar reliquias morbosas. En cambio, cuando quien está físicamente enfermo intenta curar, no sólo fracasa en el empeño, sino que agrava la dolencia y le quita al paciente las pocas fuerzas que pueda tener. Gracias al saludable magnetismo de Abigail restauró su decaído vigor el anciano rey David (19) y los tratados de medicina refieren que una señora inglesa se vigorizó a expensas de dos jovencitas. Los sabios antiguos, cuyo ejemplo en este punto siguió Paracelso, según él mismo nos dice en sus obras, curaban las enfermedades aplicando un organismo sano a la parte afectada. Si una poderosa inferma intenta curar a otra, podrá tener suficiente fuerza para modificar, remover o transformar la dolencia en otra que aparecerá poco tiempo después de creerse curado el enfermo. Pero si el saludador está moralmente enfermo, serán los resultados incomparablemente peores, porque mucho más fácil es curar las enfermedades del cuerpo que las del ánimo. Los misteriosos fenómenos de Morzine, Cevennes y de los jansenistas son todavía tan incomprensibles para los fisiólogos como para los psicólogos. Si el don de profecía, el histerismo y las convulsiones pueden comunicarse por contagio, otro tanto ocurre con los vicios, y en este caso el saludador comunica al paciente, o mejor dicho, a la víctima la ponzoña moral de que tiene inficionados corazón y mente, pues contamina con su fuerza magnética y profana con su mirada al infeliz sujeto pasivamente receptivo que está bajo el poder del saludador, como pajarillo fascinado por la serpiente. Incalculable es el daño que pueden acarrear tales médiums saludadores, cuyo número pasa de centenares. Pero hay saludadores virtuosos que contra el malicioso escepticismo de sus adversarios allegaron histórica nombradía, como, entre otros, los clérigos de Ars, Lyon y Klorstele, Jacob, Newton, Gassner y el palurdo irlandés Valentín Greatrakes, protegido de Roberto Boyle, presidente de la Real Sociedad de Londres, en 1670 (20). Indefinidamente podríamos prolongar la lista de testimonios que desde Pitágoras a Eliphas Levi, sin distinción de categorías, declaran que el vicioso es incapaz de poderes mágicos, pues únicamente “los limpios de corazón verán a Dios”, o lo que tanto vale, recibirán el divino don de curar las dolencias corporales bajo la segura guía de las entidades invisibles para apaciguar el conturbado ánimo de sus hermanos, porque no pueden manar aguas salutíferas de emponzoñada fuente ni los dorados racimos maduran entre espinas ni los cardos dan regalado fruto. Para los limpios de corazón nada tiene de sobrenatural la magia, sino que es una ciencia de cuyas ramas no es la menor el exorcismo de malignos espíritus, tan cuidadosamente aprendido por los iniciados. A este propósito dice Josefo, que “la virtud de expeler los demonios del cuerpo humano es ciencia útil y saludable para los hombres” (21).

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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