Desde esta cabaña uno alimentaba a las ardillas. Había una ardilla en particular que solía
venir todas las mañanas, y uno tenía preparada una bolsa con cacahuetes que le iba dando uno por uno; la ardilla acostumbraba llenarse con ellos la boca, luego cruzaba el antepecho de la ventana y venía a la mesa con la tupida cola arrollada hasta casi tocar su cabeza. Solía tomar muchos de estos cacahuetes pelados, e incluso a veces los que aún tenían cáscara, y cruzando la habitación saltaba de vuelta al antepecho de la ventana, y de allí hacia abajo a la galería, desde donde, recorriendo el espacio libre, se introducía en un árbol muerto dentro de un agujero donde tenía su hogar. Acostumbraba venir, y tal vez por una hora o más aguardaba estos cacahuetes yendo y viniendo de un lado a otro. Por entonces ya era muy mansa, se dejaba acariciar, y era tan suave, tan dulce, lo miraba a uno con sus ojos primero llenos de sorpresa y después amistosos. Sabía que no la lastimarían. Un día, al cerrar todas las ventanas mientras ella estaba adentro y la bolsa con los cacahuetes sobre la mesa, la ardilla tomó el habitual bocado y luego se dirigió a las ventanas y a la puerta, y al encontrar todo cerrado se dio cuenta de que estaba prisionera. Vino brincando hacia la mesa, saltó sobre ella y mirándolo a uno comenzó a regañarlo. Después de todo, uno no podía retener como prisionera a esa vivaz y bella criatura, de modo que abrió las ventanas. La ardilla saltó al piso, trepó al antepecho de la ventana, regresó al tronco muerto y después volvió directamente en busca de más cacahuetes. Desde entonces fuimos realmente grandes amigos. Después de que hubo rellenado ese agujero con cacahuetes, probablemente para el invierno, solía subir a los troncos de los árboles recorriéndolos en persecución de otras ardillas, pero siempre regresaba a su tronco muerto. A veces, en el atardecer, venía al antepecho de la ventana y se sentaba ahí parloteando, mirándome, diciéndome algo sobre su tarea cotidiana, y cuando oscurecía, daba las buenas noches y saltaba de regreso a su casa en el agujero del viejo árbol muerto. Y a la mañana siguiente, muy temprano, estaba ahí en el antepecho llamándome, parloteando... Y el día había comenzado.
Jiddu Krishnamurti . El Último Diario .