Volando a 41.000 pies de altura, de un continente a otro, uno no ve más

que nieve, millas y millas de nieve; todas las montañas y los cerros están cubiertos de nieve, y también los ríos están helados. Se les ve ondular, serpentear por toda la tierra. Y muy lejos, abajo, las granjas distantes están cubiertas de hielo y nieve. Es un largo y fatigoso viaje de once horas. Los pasajeros parloteaban todo el tiempo. Detrás de uno había una pareja que no paraba de hablar, sin mirar jamás la gloria de esos maravillosos cerros y montañas, sin mirar siquiera a los otros pasajeros. Aparentemente, estaban ambos absortos en sus propios pensamientos, en sus propios problemas, en sus charlas. Y al fin, después de un tedioso y sereno vuelo en lo más recio del invierno, aterrizamos en la ciudad del Pacífico. Después del ruido y del alboroto, abandonamos esa fea, desproporcionada, vulgar y vociferadora ciudad con sus interminables tiendas que venden casi todas ellas las mismas cosas. Dejamos todo eso detrás y recorremos la costa por la carretera del azul Pacífico, siguiendo la orilla por un bello camino que pasa a través de los cerros y se encuentra a menudo con el mar; y cuando el Pacífico queda atrás, penetramos en el campo después de serpentear por varias pequeñas colinas apacibles, tranquilas, llenas de esa extraña dignidad de la tierra, y finalmente llegamos al valle. Uno ha estado ahí por los últimos sesenta años, y cada vez se asombra al entrar en este valle silencioso que casi no ha sido tocado por el hombre. Penetra en este valle que parece una inmensa copa, un nido. Entonces abandona el pequeño poblado y asciende unos 1.400 pies, atravesando hileras e hileras de huertos y naranjales. El aire está perfumado de azahar. Todo el valle se halla impregnado de ese aroma. Y el perfume de azahar llena la mente, el corazón, todo el cuerpo. Es la más extraordinaria sensación la de vivir en medio de un perfume que perdurará por cerca de tres semanas o más. Y hay quietud en las montañas, una gran dignidad. Y cada vez que uno mira esos cerros y la alta cumbre que está a más de 6.000 pies, se sorprende realmente de que exista una región semejante. Siempre que uno llega a este valle tan quieto y apacible, hay un extraño sentimiento de distancia, de silencio profundo y de una vasta y lenta expansión de tiempo.

Jiddu Krishnamurti . El Último Diario .

Índice