Todo es empezar. Los prejuicios científicos han llegado últimamente a tales extremos que parece imposible
la justicia hecha a la sabiduría antigua en el anterior pasaje. Hace tiempo que se arrinconaron los cuatro elementos, y los químicos del día acuden desolados en busca de nuevos cuerpos simples con que alargar la lista de los ya descubiertos, como polluelo aumentado a la cría pronta a salir del nido. Por su parte el químico Cooke (39) niega la denominación de elementos a los cuerpos simples, porque “no son principios primordiales o substancias existentes por sí mismas y distintas de la de que fue formado el universo... La antigua filosofía griega pudo tener el concepto que de los elementos tuvo, pero las ciencias experimentales no han de admitir otros elementos que los que pueda ver, oler o gustar”. Según esto, la ciencia sólo acepta lo que le entra por ojos, narices y boca. Lo demás, para los metafísicos. Así es que habríamos de tachar a Van Helmont de ignorante o por lo menos de estacionario discípulo de las escuelas griegas, porque nos dice que si artificialmente cabe convertir una porción de tierra en agua, no es posible que esta alteración la produzca la naturaleza por sí sola, pues los elementos permanecen siempre los mismos. Si Van Helmont y su maestro Paracelso vivieron y murieron en la bendita ignorancia de los futuros sesenta y tres cuerpos simples ¿qué podían hacer, según los científicos del día, sino ocuparse en metafísicas y quiméricas especulaciones expuestas en la ininteligible jerigonza de los alquimistas medioevales? Sin embargo, en su ya citada obra, dice Cooke: “El estudio de la química ha revelado cierto número de substancias de las cuales no ha sido posible extraer otras distintas por ninguno de los procedimientos conocidos. Así, por ejemplo, del hierro no es posible extraer más que hierro... Hace tres cuartos de siglo, no distinguían los químicos entre cuerpos simples y compuestos, porque los antiguos alquimistas no concibieron que el peso es la medida de la materia y que la materia no se aniquila en peso; antes al contrario, creyeron que en las manipulaciones se transformaban misteriosamente las substancias... En suma, se desperdiciaron algunos siglos en vanas tentativas para transmutar en oro los metales viles” (40). No tenemos ni de mucho la seguridad de que el profesor Cooke, tan versado en química, lo esté igualmente en cuanto supieron o dejaron de saber los alquimistas, ni tampoco en la interpretación de su simbólico lenguaje. Pero comparemos sus anteriores opiniones con las de Paracelso y Van Helmont, según las traducciones inglesas de sus obras. Dicen que el alkahest determina los efectos siguientes: 1.º “Nunca extingue las propiedades virtuales de los cuerpos disueltos en él. Por ejemplo, si el oro se trata por el alkahest se forma una sal de oro; si el antimonio, una sal de antimonio, etc. 2.º El cuerpo manipulado se descompone en tres principios: sal, azufre y mercurio; pero después queda únicamente la sal volátil, que por último se convierte en agua clara. 3.º Todo cuanto el alkahest disuelve se puede convertir en volátil mediante el baño de arena, y si luego de volatilizado el disolvente se destila la substancia soluble, se convierte en agua pura e insípida, pero siempre en cantidad equivalente al original”. Por su parte dice Van Helmont que el alkahest disuelve los cuerpos más rebeldes en substancias de las mismas propiedades virtuales de peso idéntico al cuerpo disuelto... Destilada repetidas veces esta sal (a que Paracelso llama sal circulatum), pierde toda su fijeza y acaba por convertirse en un agua insípida en cantidad equivalente a la sal de que procede” (41).
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .