El otro día, a la orilla de un río -¡qué bellos son los ríos!, no
hay un único río sagrado, todos los ríos del mundo tienen su propia divinidad-, el otro día un hombre estaba sentado a orillas de un río, envuelto en una tela de color castaño amarillento. Sus manos estaban ocultas, sus ojos cerrados y su cuerpo muy quieto. Tenía en las manos un rosario, y repetía algunas palabras mientras sus dedos se movían de una cuenta a otra. Había hecho esto por muchos años y jamás pasó por alto una cuenta. Y el río ondeaba junto a él. Su corriente era profunda. Comenzaba entre las grandes montañas, distantes y coronadas de nieve; comenzaba como una corriente pequeña, y a medida que avanzaba hacia el sur reunía en sí todos los pequeños arroyos y ríos, y se convertía en un río caudaloso. En esa parte del mundo, la gente le rendía culto. Uno no sabe por cuántos años este hombre había estado repitiendo su mantra mientras hacía rodar las cuentas del rosario. Él meditaba al menos la gente creía que él estaba meditando, y probablemente él también lo creía. Así que todos los transeúntes lo miraban, se quedaban silenciosos y después proseguían con su risa y su cháchara. Esa casi inmóvil figura uno podía ver a través de la tela sólo una leve acción de los dedos- había estado sentada ahí por un tiempo muy largo, completamente absorta, porque no oía otro sonido que el sonido de sus propias palabras y el ritmo, la música de las mismas. Y él diría que estaba meditando. Hay otros miles como él por todo el mundo, en silenciosos y profundos monasterios en medio de cerros, ciudades y junto a los ríos.
Jiddu Krishnamurti . El Último Diario .