Los prodigios realizados por los sacerdotes teurgos son tan auténticos y se apoyan en tan
sólidas pruebas (si de algo vale el testimonio humano), que Brewster les reconoce piadosamente profundos conocimientos de ciencias físicas y filosofía natural, por no confesar que sobrepujaron en maravilla a los taumaturgos cristianos. Los modernos científicos están enredados en los términos de un dilema: o confiesan que los antiguos sabían más física que ellos o han de admitir en la naturaleza algo más allá de las ciencias físicas, es decir, que el espíritu posee facultades no sospechadas por nuestros filósofos. Sobre esto dice Bulwer Lytton: “Los errores en que caemos respecto de la ciencia de nuestra especialidad, sólo los advertimos a la luz de otra ciencia especialmente cultivada por el estudio ajeno” (67). Nada de más fácil explicación que las superiores posibilidades de la magia. La radiante luz del universal océano magnético, cuyas eléctricas ondulaciones interpenetran en su incesante movimiento los átomos de la creación entera, revelan a los estudiantes de hipnotismo el alfa y el omega del gran misterio, a pesar de la deficiencia de sus experimentos. Tan sólo el estudio de este agente, soplo divino, descubre los secretos de la psicología y de la fisiología y de los fenómenos cósmicos y espirituales. A este propósito dice Psello: “La magia ea la parte superior de la ciencia sacerdotal y tenía por objeto investigar la naturaleza, potencias y cualidades de todas las cosas sublunares; de los elementos y sus compuestos; de los animales; de las plantas y sus frutos; de las piedras y hierbas; en una palabra, inquiría la esencia y potencia de todas las cosas. Los efectos de esta ciencia se resolvían en esculpir estatuas magnetizadas que tocaban los enfermos para recobrar la salud, y en fabricar figuras y talismanes que lo mismo servían para provocar la enfermedad que para curarla. También por medio de la magia se hace aparecer frecuentemente fuego celestial que enciende las lámparas y hace sonreír a las estatuas” (68). No es extraño que los antiguos sacerdotes animaran mágicamente estatuas de piedra y metal, según aseguran fidedignos testimonios, cuando en nuestros tiempos es posible, gracias al descubrimiento de Galvani, mover las patas de una rana muerta y alterar los rasgos fisonómicos de un cadáver, de modo que sucesivamente denote alegría, ira, horror y las más variadas emociones. El puro y celeste fuego del altar pagano era electricidad derivada de la luz astral, y por consiguiente, si las estatuas estaban preparadas al efecto, bien podían, sin sospecha de superstición, provocar la enfermedad o restituir la salud mediante contacto, como sucede hoy con los cinturones eléctricos.
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .