Opinaron los antiguos que los espíritus elementales, no dotados de alma, emanaron del incesante movimiento

de la luz astral, que es fuerza engendrada por la voluntad. Pero como esta voluntad procede de una inteligencia infalible (porque es purísima emanación del Padre y no está sujeta a los órganos físicos del pensamiento humano), desde el principio del tiempo comenzó a desenvolver, con arreglo a leyes inmutables, la materia elementaria indispensable para la generación de las razas humanas que, ya pertenezcan a nuestro planeta, ya a cualquiera de los miles que voltean en el espacio, tienen todas sus cuerpos físicos formados según matriz de los cuerpos de cierta especie de entidades elementales que pasaron a los mundos invisibles. En el encadenamiento de la filosofía antigua no faltaba eslabón alguno de cuantos pudiera forjar una “imaginación experta”, como dice Tyndall, ni quedaba la menor laguna que pudiera colmarse con hipótesis materialistas, pues nuestros “ignorantes” antepasados trazaban la línea de evolución de uno a otro extremo del universo, sin que, como absurdamente han hecho los modernos científicos, intentaran resolver ecuaciones de un solo miembro. De la propia suerte que en la serie de evolución física no falla término alguno desde la nebulosa estelar hasta el cuerpo humano, así tampoco dejaron los antiguos ningún punto interrumpido en la línea de evolución espiritual que abarca desde el éter cósmico hasta el encarnado espíritu del hombre. Según los antiguos, la evolución procedía del mundo del espíritu al de la materia, para ascender desde éste al punto originario. La evolución de las especies era para ellos el descenso del espíritu a la materia y las entidades elementarias tienen en esta línea un punto tan señalado como el eslabón que Darwin juzga perdido entre el hombre y el mono.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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