Sin embargo, los científicos contemporáneos, las inteligencias cultas, han repugnado tan numerosos testimonios y ni
siquiera rindieron su escepticismo ante las investigaciones de Hare, Morgan, Crookes, Wallace, Gasparín, Thury, Wagner, Butlerof y otros. Las personales experiencias de Jacolliot en los fakires indos y las dilucidaciones psicológicas del profesor ginebrino Perty no quebrantaron su incredulidad, como tampoco les conmueve el anhelante clamoreo de las gentes en demanda de pruebas de la existencia de Dios, del alma y de la eternidad. A tan vehementes súplicas responden los científicos con el intento de borrar el menor vestigio de espiritualidad, pero nada levantan ni edifican. Dicen que puesto que no encuentran en sus retortas y crisoles huella alguna inmaterial, todo cuanto no sea materia forzosamente ha de ser ilusorio y quimérico. La misma iglesia cristiana se ve precisada a demandar auxilio a la ciencia en estos prejuiciosos tiempos de frío raciocinio. Credos edificados sobre arena y aparatosos dogmas sin fundamento sólido se derrumban arrastrando en su caída a la verdadera religión; pero el ansia de demostrar la existencia de dios y la vida futura sigue tan tenaz como siempre en el corazón del hombre. En vano intentarán los sofismas científicos acallar la voz de la naturaleza, aunque hayan emponzoñado las puras aguas de la fe sencilla y removido el fango del manantial en que como en un espejo se miraba la humanidad. Al Dios antropomórfico de nuestros antepasados han sucedido monstruos antropomórficos, y lo que todavía es peor, el reflejo de la humanidad en las cenagosas aguas cuyas ondas restituyen las falseadas imágenes de la verdad. Dice el reverendo Brooke Herford, que no necesitamos milagros, sino pruebas palpables del espíritu, y estas pruebas las pide más bien la humanidad a la ciencia que a los profetas, porque presiente como si con el tiempo hayan de descubrir los investigadores las señales de la Divinidad en los más recónditos escondrijos de la creación. Allí están las señales y, frente a ellas, los titanes científicos que han depuesto a Dios de su escondido trono para poner en su lugar un protoplasma. En la Asamblea celebrada en Edimburgo por la Sociedad Birtánica el año 1871, dijo Sir William Thomson: “La ciencia está obligada por las eternas leyes del honor a afrontar sin miedo cuantos problemas demanden solución”. A su vez Huxley dice que “en lo concerniente a los milagros, la palabra imposible no tiene aplicación en los problemas filosóficos”. Por su parte, el insigne Humboldt opina que “más nocivo que la misma incredulidad es el presuntuoso escepticismo que rechaza los hechos sin detenerse a examinar si son o no verdaderos”. Los científicos han delatado la falsedad de sus propias enseñanzas, al desdeñar la coyuntura que las comunicaciones con Oriente les deparaban de investigar personalmente los fenómenos aseverados por los viajeros. Jamás se atreverán los fisiólogos a resolver tan trascendental cuestión del pensamiento humano, observando en el Tíbet o la India las maravillas de los fakires; y si alguno se aventurase allá como solitario peregrino, para presenciar los más estupendos prodigios de la creación, de seguro que sus colegas no darían crédito a sus palabras. Ocioso fuera enumerar de nuevo los hechos tan sólidamente establecidos por otros autores. Wallace y Howitt (29) han puesto repetidas veces los mil errores en que por su escepticismo incurrieron las sociedades científicas de Francia e Inglaterra. Así Cuvier no dio importancia al fósil exhumado en 1828 por el geólogo francés Boué, creído de que era imposible hallar esqueletos humanos a veinticinco metros de profundidad en el limo del Rhin. La Academia Francesa rechazó en 1846 las aserciones de Boucher de Perthes, respecto al hallazgo de armas de pedernal en los terrenos de aluvión del Norte de Francia, confirmado en 1860 por los geólogos. También se recusó en 1825 el testimonio de Mac Enery, referente al descubrimiento de instrumentos de sílex y fósiles en la caverna llamada Agujero del Kent (30). En 1840 corrieron igual suerte las afirmaciones de Godwin Austen sobre el mismo punto. Todas estas burlonas demasías del escepticismo científico se revolvieron contra sus autores cuando en 1865 quedaron confirmados plenamente los testimonios de cuarenta años, demostrando que los hechos excedían en maravilla a la misma realidad. Después de esto, ¿quién será tan cándido que crea en la infabilidad de la ciencia? No hemos de maravillarnos de la falta de valor moral de algunos recalcitrantes miembros de la colectividad científica. De este modo se fueron desacreditando uno tras otro los hechos aducidos. Por doquiera se escuchan quejumbrosas exclamaciones de los académicos que dicen: “Muy poco conocemos de psicología”. “Preciso es confesar que apenas sabemos nada, si acaso sabemos algo, de fisiología”. “No hay ciencia de tan incierta base como la medicina”. “Nada sabemos aún del supuesto fluido nervioso”. Entretanto se repudian por ilusorios o se desdeñan por inútiles los fenómenos más interesantes de la naturaleza, cuya explicación sólo puede darnos la psicofícia; y lo que todavía es peor, cuando un sujeto hipnótico ofrece los más culminantes caracteres de las naturales, aunque ocultas, facultades psíquicas, en vez de servir honradamente de experimentación y de estudio, tropieza con los obstáculos que le opone algún pseudo sabio para enredarle entre las mallas de la justicia. No es ciertamente este procedimiento el más a propósito para estimular las investigaciones.
H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .