La obra del Tiempo no podía ser sustituida más que por el trabajo intelectual y
manual; pero sobre todo por este último. Es indudable que el hombre ha estado en todo tiempo condenado al trabajo. Pero hay una diferencia, y ésta es fundamental: para proveer la energía necesaria para los sueños y ambiciones del siglo xix, el trabajo tuvo que ser secularizado. Por primera vez en la Historia el hombre asumió el durísimo trabajo de «hacer las cosas mejor y más aprisa que la Naturaleza», sin disponer de la dimensión litúrgica, que en otras sociedades hacía el trabajo soportable. Y es en el trabajo definitivamente secularizado, en el trabajo en estado puro, medido en horas y unidades de energía, donde el el hombre experimenta y siente más implacablemente la duración temporal, su lentitud y su peso. En resumen, podemos decir que el hombre de las sociedades modernas ha adoptado, en el sentido literal del término, el papel del Tiempo, que se consume trabajando en lugar del Tiempo, que se ha convertido en un ser exclusivamente temporal. Y ya que la irreversibilidad y la vacuidad del tiempo se ha convertido en un dogma para todo el mundo moderno (precisemos: para todos cuantos no se consideran solidarios de la ideología judeo-cristiana), la temporalidad asumida y experimentada por el hombre se traduce, en el terreno filosófico, por la trágica consciencia de la vanidad de toda existencia humana. Afortunadamente, las pasiones, las imágenes, los sueños, los mitos, los juegos, las distracciones, están ahí —para no hablar de la religión, que no pertenece ya al horizonte espiritual del hombre moderno—, para impedir que esta conciencia trágica domine en otros terrenos distintos al de la filosofía.
Mircea Eliade . Herreros y alquimistas .