Sin embargo, desde estos puntos de vista, la mente vuelve a apoyarse en la necesidad
fundamental de la reencarnación, para explicar la vida y no ver en ella al hombre como mero juguete de la injusticia y la crueldad. Con la reencarnación, el hombre se ve a sí mismo digno e inmortal, evolucionando hacia un fin divino y glorioso; sin ella es una arista que flota a merced de la corriente de circunstancias casuales, irresponsable de su carácter, de sus acciones y de su destino. Con ella puede mirar hacia adelante con esperanza, libre de temores, por bajo que se encuentre hoy en la escala de la evolución, porque se halla en la que conduce a la divinidad, y el llegar a su cúspide es sólo cuestión de tiempo; sin ella no tiene fundamento racional de seguridad acerca del progreso en el porvenir, ni siquiera respecto a la realidad de porvenir alguno; porque (que porvenir habría de aguardar una criatura sin pasado? Puede ser una mera burbuja en el océano del tiempo. Lanzando al mundo desde el no ser, con cualidades buenas o malas que posee sin razón ni merecimiento, ¿por qué habría de luchar para mejorarlas? ¿No será su futuro, si es que tiene alguno, tan aislado, tan sin causa y tan falto de relación como su presente? El mundo moderno, al desechar de sus creencias la reencarnación, ha privado a Dios de Su justicia y al hombre de su seguridad; puede ser “afortunado” o “desgraciado”; pero carece de la fuerza y la dignidad que inspira la confianza en una ley inmutable, y se le abandona a merced del insurcable océano de la vida.
Annie Besant . La sabiduría antigua .