Los antiguos, y sobre todo los magos y astrólogos caldeos, se distinguieron siempre por su

ardiente anhelo de inquirir la verdad en las diversas ramas de la ciencia, pues se esforzaban en penetrar los secretos de la naturaleza, por los mismos métodos de observación y experimentación a que recurren los modernos investigadores; y si estos se resisten a creer que aquéllos ahondaran mucho más en los misterios del universo, no por ello es justo negar que poseyeran vastos conocimientos, ni tampoco acusarles de superstici`´on, pues lejos de haber prueba de estas imputaciones, cada nuevo descubrimiento arqueológico es un testimonio a su favor. Nadie les ha superado aún en conocimientos químicos, y a este propósito dice Wendell en su famosa conferencia acerca de Las Artes perdidas, que “la química llegó en tiempos antiguos a una altura no alcanzada ni siquiera bordeada por nosotros”. Conocieron el vidrio maleable que, suspendido de un extremo, se iba distendiendo por su propio peso, hasta adelgazarse en forma de cinta flexible que podía arrollarse a la muñeca, y cuyo secreto de fabricación fuera para nosotros tan difícil como volar hasta la luna. Está históricamente comprobado, que un extranjero llevó a Roma, en tiempo de Tiberio, una copa de cristal que al caer sobre el pavimento de mármol no se rompía, sino que tan sólo se abollaba y era fácil restituirle su primitiva forma a martillazos. Si los modernos dudan de ello es porque no saben hacerlo. En Samarcanda y en algunos monasterios del Tíbet, pueden verse hoy día copas y otros objetos de cristal maleable, con añadidura de haber allí quienes afirman que pueden fabricarlos, gracias a su conocimiento del tan ridiculizado alkahest o disolvente universal que, según Paracelso y Van Helmont, es un agente natural “capaz de reducir todos los cuerpos sublunares, así homogéneos como heterogéneos, a su ens primum o substancia primaria, convirtiéndolos en un licor uniforme y potable, que aun mezclado con agua u otro zumo cualquiera no pierde su virtud, y si otra vez se mezcla consigo mismo se convierte en agua pura y elemental”. ¿Qué inconveniente hay en admitir la posibilidad de todo esto? ¿Por qué ha de ser utópico este disolvente? ¿Acaso porque los químicos modernos no lo han descubierto? Sin mucho esfuerzo podemos concebir que todos los cuerpos dimanan de una substancia primaria que de acuerdo con la astornomía, geología y física, debió de ser fluida en su originario estado. ¿Por qué no puede el oro, cuya génesis desconocen los químicos modernos, haber sido primitivamente una substancia básica del oro, un fluido pesado que, como dice Van Helmont, “por su propia naturaleza y por la firme cohesión de sus partículas tomó el estado sólido”? No es, por lo tanto, despropósito creer que haya una substancia universal que reduzca todos los cuerpos a su genérica substancia. Van Helmont la califica de “la sal más poderosa y principal que en su grado máximo de simplicidad, pureza y sutilidad, no se altera al reaccionar sobre otras materias, y tiene suficiente energía para disolver el cuarzo, las piedras preciosas, el vidrio, la sílice, el azufre y los metales, formando una sal roja de peso equivalente al de las materias disueltas con tanta facilidad como el agua caliente disuelve la nieve”. Éste es el fluido que aún hoy se emplea para sumergir el vidrio común y darle maleabilidad. Tenemos una prueba palpable de semejantes posibilidades. Un corresponsal extranjero de la Sociedad Teosófica, famoso médico que hace más de treinta años se dedica al estudio de las ciencias ocultas, ha obtenido el primario elemento del oro al que llama legítimo aceite de oro, que analizado por muchos químicos, se han visto precisados a confesar que no acertaban con el procedimiento de obtención. No debe extrañarnos que este médico se resista a publicar su nombre, pues el ridículo y las preocupaciones vulgares son a veces más peligrosas que la Inquisición antigua. La tierra adámica es de linaje emparentado con el alkahest y uno de los más importantes secretos alquímicos, que ningún cabalista divulgará, pues como dice muy bien en lenguaje simbólico: “daría explicación de las águilas de los alquimistas y las águilas tienen las alas cortadas”. Es un secreto que Tomás Vaughan (Eugenio Filaleteo), tardó veinte años en aprender.

H.P. Blavatsky . Isis sin Velo. Tomo 1 .

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